En aquel tiempo, años cincuenta, Santibáñez de Béjar no tenía estación de ferrocarril pero estaba señalizado en la estación de Fuentes. O no. En cada estación había un Jefe de Estación, (escrito con mayúscula porque era un cargo importante). En la mayoría de las estaciones había dos señores porque en aquel tiempo pasaban muchos trenes y tenía que descansar uno mientras atendía el servicio el otro. Este segundo era como el ayudante y se le llamaba Factor de Renfe.
En esa época mi padre estaba enchufado como maestro de obras diocesanas porque era primo hermano del obispo de Ávila y llegó a un pueblo de la diócesis donde se haría cargo de la reparación de la iglesia y la construcción de una casa nueva para el párroco. A ese mismo pueblo había llegado pocos días antes un señor para trabajar en la estación como ayudante del Jefe de Estación o séase Factor de Renfe. En la única pensión del pueblo coincidieron los dos comiendo en la misma mesa aunque durmieran en habitaciones separadas. Vamos, digo yo.
Se hicieron buenos amigos y hablaron de alquilar una casa porque tanto el uno como el otro sabían que tendrían trabajo para largo y ambos querían llevarse a la familia. El factor ya había visto una casa o casona muy grande que le gustó mucho por ser estupenda y estar en el centro pero le confesó a mi padre que no podía pagar una renta tan elevada que casi se llevaría todo el sueldo.
Mi padre no era un matemático pero en la vida real solucionaba todos los problemas en un periquete. Al día siguiente ya estaban los dos con el dueño de la casa dando un vistazo. Una pequeña puerta de entrada que daba a un corralito empedrado y con algunas flores y un pozo con un pilón grande que se utilizaría para abrevar al ganado o para lavar la ropa. De frente una gran casa con un salón grandísimo, cocina, servicio para aseo y muchas habitaciones.
También tenía como entrada desde la calle unas grandes puertas carreteras que daban acceso a un corral para el ganado con varias cuadras. Al lado del pozo una pequeña valla y una puerta de hierro separaban y unían las dos partes de la casa. Luego nos contaría mi padre que aquella casa le pareció una mina y quedaron con el dueño en reunirse por la tarde en el bar porque en aquellos tiempos todos los tratos se concluían en el bar, con unas copitas de vino, con un apretón de manos y con todos los clientes como testigos presenciales.
Mi padre le explicó al Factor de Renfe el plan que había imaginado nada más ver la casa y ahora se trataría de convencer al dueño de su idea cuando se encontrasen en el bar todos juntos con la clientela. La casa era grande como ya hemos dicho y tenía espacio para dos familias pero es que mi padre quería meter tres o más por lo cual el señor Factor solamente tendría que pagar una tercera o una cuarta parte del alquiler. Ya en el bar por la tarde, con el bullicio de la clientela comentando sobre el nuevo Factor que tenían en el pueblo y el maestro de obras que les iba a arreglar la iglesia y patatín y patatán... Todos, incluído el dueño de la casa, estaban convencidos de que nadie podría pagar una renta tan elevada porque a lo mejor por entonces el de la Renfe cobraba dos mil y el de la casa pedía casi mil quinientos con lo cual se quedaría sin poder alquilársela a nadie.
El maestro de obras, si le dejaban hablar, era muy convincente y más tarde nos contaría su exposición en el bar ante el dueño de la casa y la audiencia o clientela del bar que le escuchaba.
.- Nosotros, decía mi padre, somos un matrimonio con dos hijos (14 y 16 años) pero cuando vamos a hacer una obra como esta de la iglesia y casa del cura que puede durar más de un año siempre nos acompaña un albañil que está casado y tiene una hija(2 años). Usted, le decía al dueño de la casa, podría dividir su casa en dos y hacer otra más en las cuadras con lo cual tendría tres casas para tres familias pero pienso que eso le llevará mucho tiempo y dinero.
Yo le propongo una solución mucho mejor. Nos alquila la casa a nombre de nosotros dos. Nos autoriza a hacer unas obras en las cuadras para construir una habitación y cocina y servicio y no solamente tiene el alquiler asegurado para un año o más sino que se beneficia de las obras que nosotros le dejaremos hechas y por supuesto bien hechas. El dueño y todos los del bar quedaron convencidos y algunos, un poco más bebidos querían sacarle a hombros y pasearle por la plaza. (esto me lo contaría más tarde el señor Enclaraaguas)
Ya hemos dicho muchas veces que la casa era grande pero es que nosotros éramos muchos o casi muchísimos. Mis padres no solamente tenían dos hijos sino también una hija porque mi prima Pili vivía siempre con nosotros y por lo tanto también vendría a Calzada de Oropesa que así se llamaba el pueblo. El albañil de Guijuelo, el chato, así llamado por tener una nariz enorme, con su mujer y su niña de dos o tres años y también estaba el carpintero de Sorihuela, un jóven de veintitantos, soltero, que había estado en el taller de Santibáñez como aprendiz. Creo que éramos nueve más el Factor y su esposa un total de once y la mayoría de las veces comiendo juntos. La niña era la alegría de la casa.
Los primeros en acudir al pueblo y ocupar la casa fueron el albañil y el carpintero que junto con mi padre se encargaron de hacerla habitable para las tres familias y el soltero guapo del grupo. Yo no sé hasta que punto hicieron el tonto arreglando aquello demasiado bien para un año o poco más que se calculaba de estancia pero... por aquello de "Piensa mal y acertarás" me imagino que la factura de los materiales y algunos jornales pasarían a formar parte de los gastos generales de las obras eclesiásticas.
Por la costumbre de los pueblos, todos teníamos un mote pero no me acuerdo de la mayoría de ellos. Ya he dicho que el albañil era El Chato por exceso de nariz, mi padre era El Maestro, mi madre era La Sargento porque daba las órdenes en casa, el Factor era Enclaraaguas por excesivamente delgado y alto, yo era Bonete I y mi hermano Bonete II.
Fue una temporada maravillosa, de convivencia en paz y armonia pero el tiempo pasa y sólo quedan los recuerdos. El carpintero, jóven y soltero, se quedó a vivir en el pueblo porque se nos había enamorado. En aquel pueblo no había carpinteria y con su dinerito y el de la novia montaron una buena carpinteria y ebanistería pues como había tenido un gran maestro sabía hacer de todo. Muchos años después, ya viejitos los dos, pudimos vernos en Talavera de la Reina donde junto con sus hijos fabricaban muebles de baño y cocina.
El señor Felipe, que así se llamaba El Chato, siguió algunos años más con mi padre en otros pueblos y también en Santibáñez donde le recuerdo haciendo la noria en la huerta de Colás Baranda en el camino del Tormes. Ésta, junto con otra más que se hizo cerca del matadero, fueron las dos únicas norias que recuerdo haber hecho con bloques de cemento. En aquella parte del río, cuando se profundizaba más de un metro, todo era arena y agua y no dejaba cabar más hondo ya que los laterales se desmoronaban. No se podía ahondar para después empedrarla.
También sabían mucho de encofrados y entre albañil y carpintero supieron fabricar en la superficie unos buenos y grandes tubos de cemento armado que fueron introduciendo mientras sacaban arena del centro del pozo. Posiblemente ya hubieran visto hacer esto en alguna parte del mundo recorrido pero tampoco me parecería extraño que lo hubieran inventado ellos. Los dos eran muy ingeniosos. No ingenieros.
Gracias a los grandes tubos de cemento armado se podía ir sacando la arena y agua del centro y profundizar el pozo lo necesario (unos cuatro o cinco metros). El señor Felipe, como ya he dicho antes, siguió algún tiempo alternando su trabajo donde vivía en Guijuelo o con mi padre la mayor parte de las veces pero cuando vinieron los tiempos malos se largó pal Norte como la mayoría y nunca más volví a verlo.
El Factor de Renfe (Enclaraaguas) siguió en contacto con nosotros a través del correo y por eso nos enteramos de que había sido ascendido a Jefe de Estación y estaba destinado en un pueblo de la linea entre Plasencia y Cáceres. También supimos que habían tenido familia.
Algunos años después pasaría yo por aquella estación camino de Mérida o Sevilla y aunque había pasado bastante tiempo (cuatro o cinco años) me hacía mucha ilusión comprobar si nos veríamos y nos reconoceríamos. En aquel tiempo había una estación llamada Plasencia Empalme donde se juntaban al mismo tiempo los trenes que venían del Norte con los del Sur y con los de Madrid.
En la estación de Fuentes de Béjar llegaba el tren del Norte y en los bagones había una indicación para que los viajeros montásemos según el destino "Destino Sevilla" o "Destino Madrid". En el empalme se juntaban todos y las máquinas hacían su trabajo de colocar cada bagón en su lugar correspondiente para que cada máquina se llevase los suyos. Si te confundías de bagón te ibas para donde no ibas y si bajabas en el empalme a tomar algo, porque tardaban quince o veinte minutos en las maniobras, te podía ocurrir que no encontrases luego donde estaba el bagón tuyo con tu equipaje.
A la salida de Plasencia Empalme ya iba yo todo nerviosito porque enseguida llegaría la estación donde estaba el señor Enclaraaguas, a no ser que le tocase de servicio al segundo de a bordo. Ya era de noche y la oscuridad, aunque la estación estuviese iluminada, no me dejaría ver con claridad al señor que saliera a dar un saludo al maquinista del tren y ordenase la salida. En estas pequeñas estaciones de pueblo donde bajaban o subian dos o tres viajeros, lo normal es que la parada no se alargara más de un minuto y en ese caso lo de vernos y saludarnos no sería nada fácil.
Cuando por fin llegamos a la estación, el maquinista paró el tren a pocos metros de rebasar el edificio y muy cerca de donde estaba el Jefe con su bandera y su silbato pero mi vagón quedó muy retrasado y alejado del Enclaraaguas pues sí que era él a simple vista. Con medio cuerpo fuera de la ventanilla y dando voces no conseguí que me oyera.
Tocó el silbato, levantó la bandera y el tren reinició la marcha. En el arranque siempre era muy lenta la marcha y cuando me acercaba al lugar donde estaba el Jefe de Estación ya pudo escucharme cuando yo gritaba... ¡"Enclaraaguas, Enclaraaguas"! También a voces preguntaba él ¿Y tú quien eres?. ¡ BONETE PRIMERO !
Reacionó con una velocidad pasmosa. Salió corriendo a ver si alcanzaba al maquinista, tocaba el silbato y movía la bandera señalando parar y al mismo tiempo gritaba ¡ Para, para, para ! No pudo ser porque el maquinista, una vez sentado en su puesto de mando ni veía la bandera ni podía oir el silbato y no existía el teléfono móvil.
No pudo ser, no pudo parar el tren, no pudimos darnos un abrazo pero nos quedó un buen recuerdo de aquella escena donde se demostraba el cariño que no se pierde aunque pasen los años. Estoy convencido de que hubiera tenido el tren parado más de cinco minutos de haberme oído antes.
Yo también lo hubiera parado de tener más años y más sabiduría porque ahora recuerdo que en el pasillo de todos los bagones había un letrero debajo de un aparato y podía leerse "Usar en caso de emergencia" Se podía parar el tren.
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